Día 1 (2 de enero): Tel Aviv – Eilat – Petra

bandera
Llegué puntualmente tras un vuelo de mal dormir pese a tener toda una fila de asientos para mí solo. Como todos los aeropuertos, el de Tel Aviv da una impresión de orden y pulcritud que no necesariamente se corresponde con lo que hay fuera. De hecho, yo no podría ponerle ninguna pega si no fuera porque allí tuve la primera toma de contacto con la seguridad israelita. La cosa fue en el control de pasaporte. Yo iba un poco despistado y llegué tarde a la cola de inmigración, en la que ya habría unas treinta personas, quizá menos. Casi todos éramos extranjeros, aunque aparentemente los israelitas también pasaban por los mismos mostradores. Los diez primeros minutos de cola los aguanté bastante bien observando a mis compañeros de vuelo. Había algunos judíos ortodoxos con sus sombreritos y sus tirabuzones enrollados en torno a las orejas; a éstos se les distinguía de lejos por la sonora juerga que habían montado en la cola. También había judíos practicantes no ortodoxos con sus kippot (el solideo que les cubre la coronilla); éstos tenían caras mucho más risueñas y, además, muchos iban acompañados de sus familias. Después de los diez primeros minutos de cola me di cuenta de que la mía no avanzaba; bueno, no avanzaba la mía ni ninguna otra. A los veinte minutos de espera me moví un poco hacia adelante observando con gran alegría que había pasado un tipo por la barrera; era el primero de mi cola. La espera era demoledora, y mis sentimientos estaban encontrados. Por una parte estaba deseando salir a la terminal y tomarme un café; por otra parte ardía de curiosidad por saber qué era lo que preguntaba el policía para tardar tanto en sellar el pasaporte. Mi turno llegó una hora y diez minutos de reloj después; fue una lástima, porque ya estaba yo empezando a pensar que a ese paso iba a asistir en rigurosísimo directo a la venida del Mesías mientras esperaba en la cola. Por lo visto, esto también lo pensaron algunos de los judíos ortodoxos…

La recompensa por la espera fue ser atendido por una adorable policía israelita cuya conversación me agradó muchísimo. No estoy seguro de poder transcribir exactamente la entrevista ni, desde luego, captar en toda su magnitud el complejo y sutil juego dialéctico que se estableció entre nosotros. De hecho, tampoco estoy seguro de haberlo captado yo mismo, habida cuenta de que la simpática joven no me miró ni un segundo y que entre ella y yo había un mostrador con un cristal blindado que me llegaba a la barbilla. La cosa fue más o menos así:

Yo (en un tono jovial). ¡Buenos días!

Policía (con cara de póquer). ¿Cuál es el propósito de su visita?

Yo (cercano). Turismo. Pretendo visitar Petra, en Jordania, y…

Policía (hierática). ¿Cómo se llama?

Yo (cortado). Fulanito de tal.

Policía (glacial). ¿Es su primera visita a Israel?

Yo (mosca). Sí.

Policía (inquisitiva). ¿Está seguro?

Yo (tábano). Sí.

Policía (suspicaz). ¿Cuál es el nombre de su padre?

Yo (extrañado). Juan.

Policía (inquisidora). ¿Y el de su abuelo?

Yo (fuera de juego). Manuel, pero ninguno de ellos ha estado nunca aquí.

Policía (Aquí la encantadora policía mira al infinito y me dice): ¿Ve la sala al fondo? (Había una especie de cuadro cortado con pladur al final del hall donde había una pantalla de televisión)

Yo (despistado). ¿La que tiene la pantalla?

Policía (aliviada). Sí. Vaya allí. Alguien le llamará después. Su pasaporte se queda aquí (mientras ella mira como a través de mí esperando al siguiente de la cola).

O sea, que la tipa me quita el pasaporte, me manda a la habitación y no me da ninguna explicación. Tampoco pasó nada del otro jueves. Estuve allí sentado unos cinco minutos (por cierto, había otros dos occidentales en la sala) y luego me llamó una segunda policía, me dio el pasaporte con el visado y me largué de allí. Como llevaba la mochila conmigo no tardé más de otros cinco minutos en salir de la terminal y bajar a la estación de tren que hay debajo con un flamante billete rumbo a Tel Aviv.

Ya había yo leído algo al respecto, pero la verdad es que impresiona mucho cuando está pasando delante de ti. El andén estaba lleno de soldados jovencísimos (dudo mucho que tuvieran más de veintidós años), cada uno con su petate, su uniforme y un fusil de asalto que quitaba el hipo nada más verlo. Y no sólo eso: el propio tren iba también repleto de soldados con sus fusiles. Algunos los portaban con aire marcial y una cierta pose que inspiraba seguridad; otros, en cambio, llevaban el fusil como si fuera un paraguas. Eso en el mejor de los casos, porque también vi a algunos que lo agarraban como si fuera una mortadela con aceitunas y tuvieran que salvarla del famoso perro del ciego. Las cosas que hay que ver…

La estación central de Tel Aviv se llama Merkaz, y justo a su lado está la estación de autobuses de Almosoroff. Según la información de la Egged (la empresa pública de autobuses de Israel), se podía ir hasta Eilat saliendo de Almosoroff previo un transporte en la Estación Central de autobuses. En efecto, el procedimiento consiste en coger el autobús número 173 hasta la Estación Central y allí cambiar a uno de largo recorrido hasta Eilat. Así que allá que me subo en el 173 y me lanzo a las calles de Tel Aviv que, para que os hagáis una idea, es una mezcla un poco rara de Manhattan y La Albuera. Ahora, eso sí, muy sucio, sucísimo. Yo no sabía muy bien donde debía bajarme y, de hecho, tenía la estúpida idea de que el 173 pararía en la misma Estación Central. Tan convencido estaba yo de esto que, aunque la estaba viendo delante de mis narices, no le di al botoncito de parada, esperando a que el chófer volviera en algún momento y parara allí. Os podéis imaginar que esto nunca pasó. De hecho, el autobús siguió su rutísima hasta que, como a quince kilómetros de Tel Aviv, llegó a otra estación de autobuses. El conductor que me dice que desde allí se puede ir a Eilat. En la oficina de información que no hay nadie, yo muerto de sueño y nadie que hablara inglés. Vamos, una situación puesta ad hoc (expresión latina que significa a puro huevo) para una película de Woody Allen. Lost in traslation otra vez. Mi suerte vino de un chaval que estaba montando un chiringuito para el equivalente israelí de la APROSUB (esto no es una gracia, ¿eh? Es rigurosamente cierto) y que hablaba inglés, ahí es nada. No sólo eso: al contrario que la gran mayoría de los israelitas que me había encontrado hasta ese momento, este chaval fue amabilísimo, y se ofreció a llamar por teléfono por mí a la Egged a ver qué podía hacer. Pues va a ser la trócola, anda que como sea… Al final resultó que tenía que ir a la Estación Central, sin más opciones. Taxi al canto y vuelta a la Estación Central.

La Estación Central de Tel Aviv es una especie de gran mercadillo con puestos mil, aromas la misma cantidad (incluida la mescolanza ésa a pachuli, especias y sudor típica de Oriente Medio), soldados armados hasta los dientes y judíos holgazanes. Bueno, y también algunos turistas. El siguiente autobús para Eilat salía unos 45 minutos después, así que tuve tiempo de echar un vistazo por aquel meollo, que me recordó muchísimo a la estación de autobuses de Izmir, la de la Nochevieja pasada… El viaje hasta Eilat no tuvo nada destacable. Yo estaba muerto de sueño, así que di cabezaditas a ratos, no lo suficientemente largas como para descansar pero sí como para perderme el paisaje desértico lo que, dicho sea de paso, lamenté amargamente. Cuando llegué por fin a Eilat (que tiene muy buena pinta. Lástima que no tenga más días) estaba casi oscureciendo, así que sólo tuve tiempo de sacar un poco de dinero y pasar a Jordania. La frontera israelita y la jordana están separadas por una franja de unos cien metros de tierra de nadie. Al atravesarla tuve la sensación de estar a punto de ser acribillado por alguno de los soldados que estaban en las fronteras… ¡Qué daño ha hecho el cine a las fronteras terrestres!

frontera jordanaEn el lado jordano (Áqaba se llama la ciudad) me encontré con dos francesas (bueno, una francesa de París y una medio griega medio egipcia vivida en Francia) y un grupo de tres chavales, dos alemanes y el tercero (¡cómo no! Muy raro era que no fuera de Palma, ahora que lo pienso), andaluz de Málaga. Ninguno de los cinco me pareció con muchas ganas de entablar amistades, aunque sí de compartir el gasto del taxi hasta Wadi Musa. Al final tuvieron que ser dos taxis, y a mí me tocó con las francesas. La chavala griega, Rania, era muy simpática (ésta de verdad), pero la otra, Emmanuele… bueno, ya os he dicho que era francesa; no tenían muchas ganas de intimar, así que tampoco yo hice más esfuerzos que los necesarios. El taxista (Samer, me enseñó hasta su currículum) era muy hablador, aunque no entendía ni una palabra de inglés; cómo mantuvo la conservación conmigo es un misterio. Además, el tío se las apañaba para conducir, hablar conmigo, hablar por teléfono con la novia, fumar y beberse un café durante las casi dos horas que duró el viaje a Petra. De vez en cuando decía “one minute!” (esto se ve que lo había aprendido bien), se bajaba y le pegaba una patada de libro al faro delantero derecho; a mí me dio la impresión de que tenía algún problema de luces. Y eso que no quiero contar con detalle los cambios de carril y los adelantamientos que hizo… Al final, mal que bien, llegamos a Wadi Musa ya oscurecido, y yo recibí como agua de mayo una buena ducha (caliente), un cambio de ropa y una cena bufé en un bareto donde, por cierto, me costó más caro un zumo de naranja natural que toda la comida… Oriente es Oriente.

La última andanza del día es trapicheril. Lo digo sin tapujos: me apetecía una cervecita, que me la había ganado. Pero, claro, en mitad del reino hachemita, pues tampoco es que haya Gambrinus por todos lados (lo que sí hay por todos lados, ahora que caigo, son barberías). Total, que le conté mis cuitas al bedel del hotel (un chavalito de unos veinte años) y él, ni corto ni perezoso pero con un misterio que ni Poirot, se saca el móvil, habla con alguien y me dice que me espere que va a venir un amigo suyo a venderme dos cervezas a 3 dinares (3 euros) cada una. ¡Vamos, una ganga! El amigo en cuestión era un niño de once años (o menos), con más mugre en la cara que un papel de churros. El chiquito abre un portón y me deja entrar a la cochera, donde hay un cientos de neveras con cerveza. Esto hay que imaginárselo, ¿eh? De verdad, le estábamos poniendo todo el misterio del mundo. Vamos, como si quisiera comprarle un cuadro robado o un kilo de farlopa. ¡Trapicheo por una lata de cerveza! Bueno, tres; a mí me dio dos y otra se la abrió para él sin que le molestara mucho. Le di las gracias, me metí las cervezas en la mochila y, después de darle una propina al bedel, me retiré para disfrutar de un merecido descanso. No se vayan todavía, ¡aún hay más!

 

Día 2 (3 de enero): Petra

Wadi Musa
He dormido como un niño chico. Con calor, eso sí, y sobre un colchón tan blandito que no sabía si estaba durmiendo en una cama o en una hamaca. Al alba me ha despertado el almuédano. Mucha gente en los foros cuenta que les molesta el canto a la oración al amanecer, y yo lo puedo entender, la verdad. Pero a mí no sólo no me molesta, sino que me parece encantador, mágico, casi hasta un poco familiar. Será porque tengo yo buenos recuerdos del muecín, no lo sé. El desayuno era beduino: un par de huevos duros, un pan de pita con mermelada, un poco de queso, un vaso de leche y un café soluble. ¡Yo que siempre he pensado que el Nescafé era al café lo que los coros rocieros a la Música, y resulta que es lo que la inmensa mayoría del mundo prefiere! He aprovechado para empaparme un poco de Petra, y para charlar con una señora sola que, por lo visto, estaba aburrida porque he tenido que utilizar la estrategia del eclipse para librarme de ella. Ahora que lo pienso, me parece que ayer también había enganchado a uno en el bareto de la cena…

camino a PetraLos nabateos fueron una antigua tribu arábiga que se asentó al sur de la actual Jordania hace más de 2000 años. Eran seminómadas, y habían entrado en contacto con comerciantes de la ruta que unía China y la India con el Mediterráneo, lo que les hizo alcanzar un grado de civilización mayor que el de sus coetáneos. En definitiva, que no tenían rival ni en lo cultural ni en lo mercantil, y comerciaban con todo lo que caía en sus manos, sobre todo especias (era muy apreciada la mirra, algo que yo no he visto nunca), tejidos y marfil africano. Los beneficios de su actividad les permitieron organizar un potente reino con capital en Petra, mantenerlo frente a las tribus vecinas y a los romanos hasta que finalmente fueron sometidos en el año 106. Según cuentan, los nabateos tenían una visión bastante cosmopolita de la civilización y, lejos de encerrarse en nacionalismos y autarquías, aceptaron influencias de sus contemporáneos, las absorbieron y las añadieron a sus propias tradiciones y estilos. Esto se ve muy bien en Petra, la capital. La ciudad había impresionado a los romanos (por lo visto, el emperador Adriano estuvo aquí en el año 131) hasta el punto de que, cuando Septimio Severo reorganizó las provincias del imperio, creó una llamada Palaestrina Tertia, con capital en Petra. Durante el período bizantino, la ciudad de Petra fue la sede de un obispado. Su decadencia comenzó con unos terremotos y, sobre todo, con la invasión musulmana y las Cruzadas. Aunque los beduinos locales conocían su existencia, la preservaron con la idea de que la afluencia de extranjeros no alterara su forma de vida. Algo de razón tenían. Finalmente, un suizo llamado Burckhardt entró en Petra disfrazado de musulmán en 1812 y la rescató (o no, quién lo sabe) para la civilización occidental. Hoy día es Patrimonio de la Humanidad, y Suiza es el país extranjero que más contribuye a su conservación.

el Siq

La mañana estaba clara y hasta un poco cálida para ser principios de enero. Desde Wadi Musa hasta Petra hay una caminata cuesta abajo de un par de kilómetros, un cómodo paseíto. Hay un notable cambio urbano conforme uno se va acercando a Petra. El centro de Wadi Musa, donde está mi hotel, está lleno de barberías, tiendas rebosantes de mercancía amontonada y restaurantes de comida típica jordana. En el camino hacia Petra se empiezan a cambiar las barberías por tiendas de souvenirs, las tiendas de moros por oficinas de cambio y los restaurantes jordanos por complejos hoteleros y restaurantes de comida inidentificable. O sea, que se sale de Wadi Musa y se llega a Disneylandia en unos dos kilómetros. Parece que los beduinos tenían cierta razón al querer proteger la antigua Petra…

A la ciudad se entra (previa clavada: 56 eurazos + 13 eurazos por el espectáculo nocturno) por un camino árido a la orilla de una colina de arenisca. A lo largo de todo el camino (de hecho, a lo largo de toda la visita) hay un montón de chiringuitos donde se puede encontrar comida, bebida, keffiyeh, monedas antiguas, narguiles o lo que uno quiera. La verdadera toma de contacto con Petra es la entrada del Siq. El Siq es famosísimo desde que salió en Indiana Jones III y es, para mi gusto, el sitio más espectacular de la ciudad. Al parecer, el Siq es una abertura natural creada por un terremoto; de hecho, en varios sitios se aprecia cómo las vetas de un lado encajan perfectamente en las del lado opuesto. El desfiladero tiene por lo menos un kilómetro de largo, y en algunos sitios se estrecha tanto que con los brazos abiertos se podrían tocar las dos paredes. En ocasiones, en las paredes se encuentran tallas, algunas de ellas en buen estado, y un largo canal que sería para conducir agua hasta las tumbas de la ciudad. Sorprendentemente (esto está en medio del desierto), las tumbas estaban separadas de la ciudad por jardines…

el TesoroEl Siq da directamente al edificio más famoso de Petra, el Tesoro (Khazneh en árabe). Llegar allí saliendo del Siq impresiona. También la fachada del edificio es impresionante, altísima, toda ella tallada en la roca. Se llama Tesoro porque, según una leyenda, hubo un faraón egipcio que escondió aquí el suyo mientras luchaba contra los israelitas. Al parecer, hubo quien se cree la leyenda, porque la urna donde supuestamente está el tesoro tiene huellas de balas de rifle, o de algo peor. El Siq sigue a la izquierda del edificio, en dirección al centro de la ciudad. Antes de llegar a él hay un conjunto de tumbas y algunos edificios civiles; en algunas de ellas se puede entrar, aunque mejor no describir lo que hay dentro. Según los arqueólogos, no abundan las casas en Petra porque los nabateos vivían más o menos como viven ahora los beduinos, en haimas. No voy yo a contradecir a un historiador, ni mucho menos, pero Petra sobrevivió con mucho a los nabateos. ¿También los romanos y los bizantinos vivían en haimas?

El Siq desemboca en un teatro, también excavado en la roca, que delimita lo que debía de ser el centro de la ciudad. Frente a él hay un espectacular conjunto de tumbas, elevadas sobre el teatro, las Tumbas Reales. Son preciosas. La primera de ellas se llama Tumba de la Urna por un motivo bastante evidente. Es la más grande de ellas, construida sobre una doble arcada y separada de la ciudad por una explanada que debía de albergar un jardín. La segunda es la Tumba de la Seda, que se llama así porque la arenisca tiene unos tonos de colores y formas curvas bastante caprichosas que se parecen (con un poco de imaginación) a los pliegues de una tela (de seda, claro está. Si no se llamaría la Tumba de la Tela). La tercera es la Tumba Corintia, por las imponentes columnas que la flanquean; la parte superior del frontal se parece un poco al edificio del Tesoro. La última es la Tumba del Palacio, que parece imitar en efecto a un palacio romano con sus tres plantas.

Bajo las tumbas se extiende la Calle de las Columnas. Éstas son romanas, como la calzada, y corresponden a un templo construido sobre uno preexistente del período nabateo. El templo es uno de los pocos exentos que hay en la ciudad (por lo menos, que yo haya visto), y está bastante mal conservado. Al final de la Calle de las Columnas hay un par de restaurantes, y comienza la subida al Monasterio. A esta altura de la mañana (eran las 11:30 cuando llegué allí) ya he hecho una buena trotada, así que me merezco un té. De hecho, estoy escribiendo esto sentado delante de la ciudad de Petra tomándome un te beduino con hierbabuena como un señor (bueno, mejor como un cadí).

……………………………………Monasterio

subida al monasterioLa guía dice que merece la pena subir al Monasterio. Así que después del descanso y antes de almorzar (menos mal. Si hubiera ido después no habría podido subir) decidí darme el tute y subir. Ochocientos escalones, no digo más. Bueno, sí; lo de escalones es un bonito eufemismo que alude a lo que en algunos sitios son rampas, en otros socavones en el suelo y en otros simplemente lugares por donde es casi imposible andar. Tenía que haber alquilado un burro (que los alquilaban); así me habría ahorrado el suplicio adicional de tener que esquivar sus cagarrutas al subir. En cualquier caso, yo he tardado unos 40 minutos en llegar y, aunque mis rodillas han sufrido un poco, no es algo inhumano. Tampoco merece la pena, la verdad. Hay algunas vistas bonitas en el camino, pero el edificio del Monasterio se parece al del Tesoro, está mucho menos decorado y además colocado en un lugar que no lo realza.

Después del almuerzo (en uno de los restaurantes de Petra. Ni lo menciono), al bajar, me he encontrado con Emmanuele y Rania, que también van a venir al espectáculo nocturno. Hoy parecen estar un poquito más receptivas, así que he quedado con ellas para verlos juntos. Vuelvo al hotel previa paradita a tomar un café turco y una tónica a la salida de Petra, donde estoy escribiendo esto. De hecho, tengo un montón de tiempo libre… Por cierto, tengo que mencionar que los beduinos son bastante guapos. Me refiero a los hombres y a los niños, porque las mujeres son sencillamente guapísimas. Lástima que tengan tan poco atractivo.

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Si soy honesto e imparcial tengo que decir que el espectáculo nocturno ha sido decepcionante. La idea de atravesar el Siq a la luz de las velas y de escuchar un poco de música beduina tomando un té a la entrada del Tesoro es buena; el problema (como tantas veces), es llevar a la práctica una buena idea. Había quedado con Rania y Emmanuele en el centro de visitantes. Cuando llegué me di cuenta de que, en realidad, quedar con ellas allí había sido como hacerlo en la Plaza de la Virgen de los Reyes cuando pasa la Esperanza de Triana. No sé cuánta gente habría, pero si no había al menos mil personas entonces no había nadie; de hecho, no las he visto en toda la noche. A los dos lados del camino hasta el Tesoro habían puesto velas envueltas en papel que alumbraban muy tenuemente el camino. Ha sido una suerte que la noche fuera clara; si no, más de uno habría tenido un esguince. Y es que, con una luz tan pobre, había que estar más pendiente de no tropezar que en disfrutar del espectáculo nocturno. La explanada del Tesoro estaba también alumbrada con velas. Allí nos han sentado en unas esterillas (bueno, a mí, que fui de los primeros. Los últimos han tenido que amontonarse directamente sobre las piedras) y han repartido té dulce en unos vasos de plástico que, por supuesto, han quedado abandonados al terminar el espectáculo. Cuando todo el mundo había llegado y se había acomodado (en mi caso, al menos veinte minutos después de haber llegado), ha salido a la mitad de la plaza un beduino con un instrumento parecido al rabel, pero que se toca horizontalmente, y ha cantado una canción lírica preciosa (fuera de ironía). Después ha salido otro beduino con una flauta travesera (yo no la he visto bien, pero jugaría que era una flauta travesera moderna) y ha tocado una especie de rapsodia virtuosística también muy bonita. Y se acabó. El show ha terminado con un representante de la comunidad beduina que ha salido a la plaza y ha explicado algo sobre los instrumentos musicales típicos jordanos. Yo no he oído bien lo que decía por dos motivos: primero porque estaba muy lejos y, sin micrófono ni nada, era una proeza saber de qué estaba hablando. Segundo, porque la gente empezó a irse (algunos con un serio cabreo) en cuanto dejaron de tocar. Así que vuelta a casa, que a estas alturas estoy muertecito de cansancio.

No sé si lo que he escrito lo transparenta un poco, pero la verdad es que la visita a Petra me ha defraudado un poco. No es que no sea bonita ni espectacular. Tampoco tenía yo una idea muy clara de qué iba a encontrarme exactamente. O quizá ése es el problema, no lo sé. La cuestión es que me no me voy de esta ciudad con la sensación de plenitud con la que me he ido de otros sitios. Me quedo, eso sí, con las extraordinarias hospitalidad y amabilidad jordanas; me da a mí (esto, de momento, es un prejuicio), que las voy a echar de menos en Israel.

 

Día 3 (4 de enero): Petra – Ammán – Jerusalén


Desayuno tempranero y minibús a Ammán (por los pelos; me siento en la última plaza). El camino ha sido bastante monótono, porque la carretera transcurría a lo largo del desierto, y sólo se veían algunos poblados dispersos (rebaños de cabras incluidos, ninguna haima). La monotonía la rompió un simpático italiano que se subió en ruta y que, según sus propias palabras, se encontraba de “intercambio cultural por la zona” (¡!). Esto me lo contó en una parada breve para el té. Allí me encontré también con un jordano que estaba en el instituto y que hablaba un estupendo inglés. Me contó que había nacido en Estados Unidos y que había vivido allí hasta los 12 años. Ya me extrañaba a mí… De todos modos, el chaval me distrajo hasta llegar a Ammán. Para entonces ya nos habíamos hecho medio coleguitas, hasta tal punto de que pactó conmigo el trato de un taxi para llevarme al puente del rey Hussein, la frontera con Israel.

El taxista era un tipo simpático. Además, yo creo que tenía un antepasado japonés, concretamente el primero que se lanzó en barrena contra Pearl Harbor en el 41. Era muy curioso que, con independencia de lo que yo dijera, él me respondía siempre lo mismo: que su mujer le había llamado para llevar a su niña al médico. Seguramente lo decía con el ánimo alevósico de sacarme unos dinares por la cara, así que opté por no preguntar más y observar el paisaje. La ciudad de Ammán está construida sobre colinas (es curioso que a todos los pueblos les haya dado por construir ciudades sobre colinas), y es muy contrastada, como todas las ciudades en desarrollo. El paisaje hasta la frontera es desértico hasta alcanzar el valle del Jordán, donde empieza a verse algo que no sea polvo alberil. Yo supongo que el Jordán debe su importancia al peso de la Historia y a que debe de ser el único que alimenta el mar de Galilea. Porque desde luego si el Jordán es un río, entonces yo soy el rey de Inglaterra. Más bien es una especie de regato nauseabundo y medio seco, rodeado de cañaverales, que transcurre con pereza y con bastante poco brío.

El puente del rey Hussein cruza el Jordán. Antes de llegar a él se encuentra el puesto de control jordano. El paso fue sencillo, aunque tuve que soltar la pasta de rigor (incluido el timo del autobús, una versión moderna del timo de la estampita) y esperar algún tiempo. Luego hay un autobús (el del timo) que cruza el puente y lleva hasta la frontera israelita. En teoría, deberíamos haber pasado un par de controles de seguridad donde, según la guía, pueden incluso registrar los equipajes uno por uno. A nosotros (quizá por ser turistas), nos dejaron pasar sin problemas. En la frontera israelita había una cola tremenda de palestinos. No sé de dónde habían salido, aunque estoy seguro de que no pasaron la frontera jordana, al menos durante la hora que yo estuve allí. También me encontré con Marta (española) y Helena (franco-portuguesa con un estupendo español) en la cola, dos chavalas lindísimas. El trámite era más parecido al del mostrador de facturación de un aeropuerto que al de un control de pasaportes. Cogieron nuestros equipajes, supongo que para escanearlos, nos hicieron mostrar el pasaporte una vez, pasamos a la terminal a través de un arco de seguridad y enseñamos el pasaporte una segunda vez. Aquí me hicieron una jugada parecida a la del primer día: “siéntate allí que ya te llamaremos”. Diez minutos esperando allí hasta que, efectivamente, me llamaron, me hicieron sacar todo lo que tenía en los bolsillos (incluyendo las granadas, las bombas lapa y los sobres con el bacilo del ántrax) y me volvieron a preguntar un montón de preguntas chorras. Lo peor no fue esto…

Sigo adelante y está el control de pasaporte propiamente dicho (¿?). Allí había la misma cola de antes y un montón de gente más. Volvemos a hacer cola y nos desvían a los tres (Marta, Helena y yo) a un mostrador aparte. Primero ellas dos, luego yo. El policía del mostrador es tan simpático como la del primer día. A ellas les preguntan lo del propósito de la visita y esas cosas. Ellas piden explícitamente que no les sellen el pasaporte porque tienen intención de visitar Siria el año siguiente. Sin problemas: les dan un papelito que tienen que rellenar, lo hacen y ya está. A mí me pregunta mi nombre, el nombre de mi padre (le tengo que decir a mi padre que venga a Israel, porque es popularísimo allí), y me vuelve a decir que me siente y que me espere, que el pasaporte se lo lleva él. Conste que yo ya tenía un sello de entrada en Israel y que no había pedido nada raro. Me siento, espero, espero, espero, espero, sigo esperando… El montonazo de gente que había por allí estaba haciendo lo mismo que yo: esperar. De vez en cuando salía un policía con un pasaporte, nombraba a su dueño y se lo daba. Marta y Helena han salido ya, y yo sufriendo por ellas porque han decidido esperarme. ¿Cómo voy a saber que me van a retener allí dos horas? A mitad de la espera sale un policía y me dice algo así como “security checking”. Me lleva con él a la puerta de una especie de probadores con cortinas donde me temo lo peor… El tío iba a viene con mi pasaporte en la mano, mirándolo continuamente, hablando con alguien en plan “El guardaespaldas”… “Security checking”. Nada. Otra vez me lleva al sitio donde estaba y me dice que vuelva a esperar. Sigo esperando otra hora más hasta que, por fin, en la misma tónica de amabilidad que ha marcado mis relaciones con los israelitas hasta ahora mismo, un cuarto policía me da mi pasaporte. No sé si mi examen fue por tener muchos visados en el pasaporte, por tener cara de árabe, por tener dos nombres y dos apellidos o por casualidad, pero por fin pude salir y recoger mi equipaje que, por cierto, estaba tirado por el suelo en mitad de una gigantesca sala. Se me olvidaba mencionar que antes tuve que volver a enseñar mi pasaporte.

Es una auténtica locura. Antes de empezar a escribir había decidido no verter mi opinión personal respecto a la situación en Israel. Creo que es un tema lo suficientemente complicado como para no tomárselo con frivolidad. Desde luego, pienso respetar mi decisión. Quienes me conocéis sabéis lo que opino al respecto.

Via Dolorosa

Marta y Helena habían reservado ya un minibús con destino a la Puerta de Damasco. Estaban a punto de irse cuando yo salí, las pobres… Yo cogí el siguiente minibús y llegué a Jerusalén una media hora después. La Puerta de Damasco es una de las que originalmente tenía la muralla de la ciudad. Ante ella se extiende un animadísimo mercado extramuros de frutas y mercadería variada; tras ella, el barrio árabe. La forma más rápida de llegar a mi hotel, que está junto a la Puerta de Jaffa, es atravesar la ciudad antigua, así que allá fui. Mi primera impresión de la Ciudad Vieja de Jerusalén es Petra Hostella de un gigantesco zoco, algo así como al Gran Bazar de Estambul pero mucho menos incisivo y, desde luego, mucho más grande. Algunos nombres de calles son muy sonoros, como Rey David o Vía Dolorosa que, al parecer, es la ruta que siguió Jesús desde el palacio de Pilatos hasta el Gólgota (yo no sé muy bien qué pensar. Me extraña a mí que el gobernador romano viviera rodeado de judíos en aquellos tiempos…).

Al final llegué al Petra Hostel que, efectivamente, da a la Puerta Jaffa. No sólo eso: desde la terraza se ve la Cúpula de la Roca de Jerusalén. En el hall de entrada había unos niños jugando al ordenador; uno de ellos resultó ser el recepcionista (¡!). El chaval no tenía ni idea de mi reserva; probablemente por culpa suya. No sólo eso: además me da una habitación que no tiene cuarto de baño, pese a que yo la había reservado con él. El chavalito debe de tener más cornadas encima que “El Cordobés”, porque cuando bajé a protestar me dijo que mi tarifa era muy barata (a lo que yo le respondí que qué me estaba contando. Yo he pagado lo que ellos me han pedido y punto), que el gerente no estaba (a lo que yo le informé de que hoy día existen teléfonos móviles para contactar con todo el mundo) y que lo llamaría si yo no me conformaba (ante lo que yo le pedí que por favor lo hiciera). Total, que el chaval habla (presuntamente) con el gerente y me dice que me espere diez minutos y que vendrá. Lo de hoy va de esperas, por lo visto, con lo bien que se me da a mí esperar. Esperé media hora, y luego me viene el niño otra vez y me dice que ha hablado con el gerente (¿cuándo?), que por un misterioso error hoy no tienen habitaciones con baño y que mañana él en persona se encargará de resolver mi asunto. Me temo lo peor. Yo creo que estos chavales son jordanos. En todos lados se tocan pelotas…

Bueno, algo positivo. He salido a dar una vuelta para enfriarme un poco los cascos. Marta y Helena se quedan en el mismo hotel a partir de mañana, pero esta noche estoy solo. He recorrido una parte de las murallas junto a la Puerta de Jaffa y me he encontrado con un sitio llamado “Armenian Tavern”. Es un local al que se accede por unas escaleras que bajan hasta un sótano decorado con cerámicas, pinturas, tapices y demás motivos armenios (digo yo; las clases de arte armenio me las saltaba yo siempre). El menú: pizza armenia (una pasta fina con un recubrimiento igual de fino de carne picada, acompañados ambos por verduras crudas) y un plato llamado khaghoghi derev. El khaghoghi derev consiste esencialmente en una sopa de verduras (tomate, pimiento y cebolla cocinados con nata y un chorreón de vino) con carne picada envuelta en hojas de parra y arroz cocinado con especias. Exquisito, en serio. Lo más decente que he comido hasta la fecha (y espero que no sea lo último). La pega: la cerveza local, que se llama Maccabeus y que, con ese nombre y ese sabor, no me extrañaría nada que terminara como sus homónimos.

No voy a contar nada de la ducha que me he dado porque para qué. Mañana seguiré si estoy de humor.

 

Día 4 (5 de enero): Jerusalén


EncrucijadaHabía pensado levantarme temprano y aprovechar bien la mañana, pero el despertador no sonó… Bueeeno, sí sonó, pero lo apagué porque necesitaba un justo descanso. Con unas cosas y con otras estaba desayunando casi a las 9. El desayuno fue pobre, paupérrimo (creo que lo hacen para que uno se haga una idea de lo que se comía en tiempos de Moisés) pero, eso sí, con vistas a la Cúpula de la Roca.

Muro

El gran zoco de la Ciudad Vieja es prácticamente igual de noche que de día. Muchos puestos aún estaban cerrados, y el bullicio era mucho menos que el de ayer. La primera cosa que aprendí: es facilísimo perderse. O, en otras palabras, es casi imposible no perderse en la madeja de calles idénticas con nombres y personas idénticas a no ser que se lleve un mapa como el que yo no llevaba. Así que un trayecto de menos de 5 minutos en línea recta se transformó en una compleja trayectoria que me llevó dando tumbos hasta que súbitamente pasé al barrio judío. Aquí las calles siguen siendo estrechitas y, en cierta forma, desordenadas. Pero toda la calzada está pavimentada, los edificios no albergan tenderetes o cafés, sino centros de estudios bíblicos y galerías de arte, y el bullicio de gente se ha convertido en una soledad casi total. En el barrio judío vi el primer cartel hacia el Muro de las Lamentaciones y dejé de estar perdido.

Jerusalén está construida (cómo no) entre colinas, y el barrio judío está a una cierta altura sobre el Muro que, a su vez, es la parte occidental e inferior de la Explanada de las Mezquitas. Detrás de ella se ve a lo lejos otra colina que resulta ser el Monte de los Olivos, donde Jesús fue capturado. El efecto desde el mirador en el que me encontraba es precioso, desde luego, y más en un día claro como hoy. Bajo el mirador, y tras pasar el correspondiente control de Muroseguridad (miedo me daba a mí esto), se accede a la plaza, de la que el Muro es el límite oriental. Está dividido en dos regiones, para hombres y mujeres, y abierto a todas las personas siempre y cuando se lleve una kipá y se tenga una mínima compostura. Estar allí produce un hecho curioso que yo no sabría definir muy bien. No se trata de un lugar impresionante, ni tampoco exótico, ni produce ningún efecto de conversión ni nada por el estilo. Pero sí que tiene cierto atractivo el observar la forma de rezar que tienen los judíos. Algunos de ellos llevan simplemente la kipá. Otros se cubren la cabeza una tela sujeta con una filacteria (una pieza en forma de cubo que atan a sus mandíbulas). Un tercer tipo lleva el sombrero bombín. Muchos de ellos llevaban una cinta de cuero atada a sus brazos. Unos con libro, otros sin él; unos balanceándose delante y detrás en una pose mística, otros simplemente paseando; unos apoyados firmemente en el muro, otros sentados… Había una excursión de niños que se estabajudíon ataviando con los distintos pertrechos, ayudados por algunos mayores: no sé si era una especie de catequesis o una clase de religión o algo similar. Por supuesto, también había un buen número de turistas. Nadie nos dijo nada por estar allí. La única persona que se acercó a mí me preguntó de dónde venía y me dijo “bienvenido”, nada más. La parte del Muro que da a la plaza es sólo una porción de la longitud total del mismo; hay un trozo adicional que se encuentra bajo las edificaciones en la parte norte de la plaza, y que alberga una especie de biblioteca (o una sala de oración, porque de todo había). Además, en las grietecitas del Muro, entre las piedras, se ven los mensajes ésos que tan misteriosamente van dejando al rezar. No me atreví a sacar ninguno y abrirlo…

 

corona de espinasEra tarde para visitar la Explanada de las iglesia del santo sepulcroMezquitas, así que tocaba un paseo (¿otra vez perdido?) por las callejas de la Ciudad Vieja hasta la iglesia del Santo Sepulcro. Otra vez perdido, en efecto, por dos motivos. Primero porque no hay punto de referencia alguno (una torre, cúpula o similar) en unas calles tan estrechas; segundo, porque la iglesia del Santo Sepulcro es bastante chiquitita, desde luego mucho más pequeña que cualquier catedral española. Finalmente llegué. A la iglesia se entra por una placita flanqueada por distintos monasterios y capillas; el lado de la plaza opuesto a uno de los templos más sagrados para los cristianos está ocupado ¡por una mezquita! Alrededor, cómo no, todos los tenderetes del mundo. En pleno barrio cristiano, aquí se venden cosas bastante curiosas: sotanas, velas, óleos sagrados… ¡hasta coronas de espinas!

La iglesia del Santo Sepulcro fue construida en el lugar donde, siempre según la tradición, se encontraba el Calvario. Al parecer, la emperatriz Helena (la madre de Constantino el Grande) subvencionó unas excavaciones que pusieron al descubierto tres cruces, además de la tumba de José de Arimatea. Con rigor científico se dio por hecho que aquellas cruces eran las que eran, y se construyó una basílica en aquel mismo lugar. Esta basílica es la que ha llegado a nuestros días, con un avatar más o menos enrevesado. A la entrada, inmediatamente a la derecha, unas empinadas escaleras llevan a una roca de la cruzcapilla con dos naves. La capilla de la derecha es católica, perteneciente a la orden franciscana, mientras que la de la izquierda es griega ortodoxa. Al parecer, esta capilla alberga la roca donde se alzaba la cruz en la que murió Jesús; la roca en sí es un pequeño agujero bajo el altar que se puede visitar. Hay que agradecer a los monjes ortodoxos que hayan logrado una cierta espiritualidad pese a las hordas de turistas; la iluminación, desde luego, ayuda. También dice la tradición que bajo la roca de la cruz está enterrado Adán; tras la muerte de Cristo su sangre se derramó y alcanzó la tumba de Adán, y que este hecho perdonó todos sus pecados. entrada al sepulcroQué cosas…

El segundo sitio importante de la iglesia es el sepulcro, claro. En un lateral hay una estructura de madera con forma de cubo fácilmente reconocible por su tamaño y por la larguísima cola de gente a su alrededor. Aquí esperé un buen rato, por lo menos media hora, antes de poder acceder (empujones, colados e improperios varios mediante) a una minúscula capillita alumbrada por velas con una pequeñísima puerta baja que es la que da paso al sepulcro. Es tan pequeño que sólo pueden acceder cinco o seis personas al mismo tiempo. Dentro hay una sencilla losa de piedra sin ninguna inscripción; todos los adornos del lugar consisten en algunas flores, no muchas, y en velas, tampoco muchas. Yo no estoy muy seguro de que Jesús fuera enterrado allí, pero el sitio es sobrecogedor. Las personas que estaban conmigo debían de ser devotas creyentes, porque alguna incluso lloró delante de la losa; los demás estábamos guardando un profundo silencio. Recuerdo lo que estaba pensando en aquel momento: aquel Jesús de Nazaret del que hablaban los historiadores romanos debió de ser un gran hombre para haber cambiado el mundo de esa forma con su existencia. También pensé que aquella era una tumba digna de un gran hombre. Si fue algo más que eso lo tiene que decidir cada cual.

cúpula de la rocaDeambulé un rato por la iglesia y visité algunas capillas (como la capilla en la que aparecieron las tres cruces), y luego salí otra vez a la luz del sol y a la marabunta de calles haciendo un poco de tiempo. Decidí hacer un trozo de la Vía Dolorosa, donde hay algunas estaciones de un Via Crucis, en dirección a la Explanada de las Mezquitas. Cuando llegué allí ya había una considerable cola, aunque todo fue rápido porque el recinto es enorme. El control de seguridad de rigor lleva a una rampa (en la que, según una inscripción a la entrada, ningún judío puede entrar por orden del Rabinato de Israel), y ésta a la Explanada. A la derecha, la mezquita de al-Aqsa (entrada prohibida); a la izquierda, la Cúpula de la Roca, con su espectacular cúpula dorada (oro de verdad, regalado por el rey de Jordania). Entre las dos, varios grupos de musulmanes sentados en sillas de plástico y discutiendo entre sí o escuchando a uno de ellos, que debe de ser el imán o algo por el estilo, no lo sé. No hay mucho más que hacer aquí, así que después de rodear completamente el recinto salí por una puerta llamada Bab al-Qattanin, que da a un antiguo mercado de algodón en el barrio árabe. A esas alturas de la mañana tenía tanta hambre que me habría comido al mismísimo Saladino con todo su ejército; una paradita para almorzar no me vino nada mal. Por cierto, me encontré en el restaurante con un musulmán que había sufrido conmigo el checkpoint de la frontera el día anterior.

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Después de almorzar seguí deambulando por allí. Me quedaba por visitar el barrio cristiano. Al principio no se distingue muy bien del musulmán, salvo por el hecho de que en los tenderetes hay guirnaldas y árboles de Navidad en vez de keffiyah. Más adelante empiezan a aparecer citas del Evangelio, y luego desaparece el rastro de Jerusalén y la ciudad parece Roma. La calle St. Francis del barrio cristiano lleva directamente a la puerta de Jaffa, al lado de mi hotel. Fui a ver qué pasaba con la habitación; casi me he tenido que pelear con un recepcionista nuevo con mucha cara (y muy fea), flanqueado por los niñatos de ayer, pero creo que finalmente me van a dar una con baño privado mañana… El mencionar la palabra “policía” en medio de la conversación creo que tuvo mucho que ver. Nada más que por eso les voy a hacer un pedazo demonte sión crítica en los foros de viajeros.

No eran ni las cuatro de la tarde. ¿Qué hago? Pues ir al Monte Sión, claro. Atravesando el barrio armenio se llega a la puerta de Sión, y por ella al monte. Aquí hay varias cosas curiosas que visitar. Por ejemplo, varias iglesias; una de ellas se llama San Pedro in Gallicantu, donde parece que Pedro negó a Jesús (a estas alturas, a mí no me extrañaría nada encontrarme con una casa que reclamara ser el primer sitio donde se emborrachó el apóstol Pedro o la calle donde la criada de Pilato compraba los garbanzos). También se pueden visitar las tumbas de Oskar Schindler (el de la lista, no el de los ascensores) y la del rey David, que por cierto también había nacido en Belén. Yo fui ver el Cenáculo, donde tuvo lugar la última cena de Jesús, convertido por los Cruzados en una alcoba de castillo; probablemente estuve menos de cinco minutos allí dentro. Hay unas bonitas vistas del Monte de los Olivos, eso sí, y también del muro que el gobierno israelí está construyendo en Cisjordania.

No podía más. Para ser el primer día estaba más que bien, así que me rendí y volví al hotel decidido a tomarme un café en algún sitio. En el camino de vuelta entré en la catedral de Santiago del barrio armenio; tuve bastante suerte, porque la catedral sólo abre durante los serviciosversavee religiosos. Desde fuera se oían los cantos religiosos de los monjes (que, por cierto, tenían unas voces extraordinarias). La iglesia es, como todas las ortodoxas que he visto por aquí, tremendamente oscura, y está llena de candeleros con velas de distintos colores. Los monjes estaban dispuestos alrededor del atrio central y, aunque no comprendí nada de la liturgia, me pareció preciosa.

Al llegar al hotel me encontré con Helena y Marta. Finalmente habían decidido pasar del hotel (con muy buen criterio, por cierto, no como yo) y quedarse en casa de un amigo de una de ellas. Les recomendé que visitaran el Monte Sión y quedé con ellas en un bar cercano al hotel llamado Versavee. Allí me senté a escribir y a tomar un (exquisito) café hasta que llegaron ellas seguidas de un montón de amigas españolas. Me explicaron que formaban parte de un grupo que viajaba por la zona; el grupo era bastante grande y habían decidido (otra vez con muy buen criterio) ser más o menos independientes. Las chavalas se llamaban Ruth, Isa, Araceli, Paloma y Virginia, y eran simpatiquísimas. Cervecitas al canto, cómo no, y luego visita a un restaurante que ellas conocían en la Ciudad Nueva, el Adom. Hasta ese momento yo no había dejado nunca la Ciudad Vieja. Acudo a los clásicos: atravesar la puerta de Jaffa y salir a la Ciudad Nueva es como adelantar mil años en el tiempo. La Jerusalén moderna es como Madrid pero en hebreo; calles abarrotadas de coches, luces fluorescentes, locales de copas y restaurantes por doquier, además de un montón de israelitas de todas las edades (pero esencialmente jóvenes) surcando los comienzos de la noche. La cena en el Adom estuvo muy bien; entrantes variados y un risotto con fungi de escándalo, con su vino correspondiente y una conversación guapa. Las chavalas se habían apuntado a un tour por Cisjordania para el día siguiente, y yo me apunté también.

 

Día 5 (6 de enero): Hebrón – Bethlehem


ciudad vieja vacíaA las 7:15 o’clock (la hora exacta de quedada) servidor estaba en la puerta del hotel, así que me tocó esperar a las chavalas, naturalmente. Ver la Ciudad Vieja prácticamente vacía, sólo llena por algún ultraortodoxo solitario, bien que mereció la espera. En cuanto apareció Araceli guíadecidimos irnos y esperar a las demás en el hotel Nôtre Dame, de donde salía el tour. El hotel era un antiguo hospicio francés reconvertido en una residencia de lujo para peregrinos católicos. Tenían un estupendo desayuno bufé (nada que ver con la m… del hotel mío, vamos), un poco caro pero variado, eso sí. Un homenaje.

El tour salía de la puerta del hospicio con algún retraso. Yo pensaba que iba a ser una visita turística al estilo japonés, pero empecé a sospechar que no sería así cuando el guía empezó a decir que se trataba de una organización palestina militante y contó parte de su vida. Al parecer, el tipo (al final nunca pregunté su nombre) era palestino pero emigró a Grecia, de donde volvió en 1992. Ese día era su primer día en Jerusalén (por motivos de permisos o algo así) en un montón de años, nos confesó. También nos contó el plan del día y nos dio unas pautas de comportamiento. El plan era visitar Hebrón, un sitio como mínimo inquietante a priori, pasando por varios asentamientos judíos y comer allí con una familia palestina; visitar luego Bethlehem, iglesia de la Natividad incluida, y vuelta a Jerusalén. El viaje de salida de Jerusalén hacia Hebrón es bastante odiseico. Para empezar, la ciudad está casi totalmente rodeada por el territorio cisjordano, y existen checkpoints por todos sitios. Nosotros queríamos evitarlos (por el retraso y quizá por algún otro extraño motivo, mejor no pregunté), y tuvimos que bandear un poco de carretera en carretera hasta alejarnos finalmente en dirección a Hebrón.

Durante el camino, el guía nos fue poniendo al día de su versión de la realidad en Oriente Próximo; complejos permisos (y los pertinentes controles) para moverse por la zona, el papel que jugaron los países árabes en el destino de los palestinos, la división de Palestina en varias áreas (denominadas A, B, C, D, E y clasificadas según quién ejerza los controles político y militar) pero, sobre todo, la construcción de asentamientos y del famoso muro de Israel. Por supuesto, el guía no era objetivo, faltaría más. Probablemente exageraba parte del comportamiento israelí (dejó claro que hablaba de los israelitas como estado, no en cuanto individuos) y callaba sus buenos actos y los malos de los palestinos. Su versión es que éstos se encuentran bajo una flagrante opresión israelita. Pese a las resoluciones de la ONU (incluso a la presencia de observadores en la zona, como comprobamos puesto de controldespués), los israelitas siguen ampliando sus asentamientos o construyendo otros nuevos. Con ellos levantan vallas de separación controladas por el ejército, cuya máxima expresión es el muro. Cuenta también que los colonos judíos pueden ser extremadamente violentos, sobre todo los jóvenes, hasta el extremo de apedrear no sólo a los musulmanes, sino también a los turistas como nosotros (no cuenta que los palestinos también lo son, claro).

La ciudad de Hebrón es una extraña amalgama de ciudad palestina y de asentamientos judíos. Por ejemplo, a la entrada a la ciudad hay un cinturón-asentamiento que atravesamos sin bajar del autobús. La presencia del ejército es sencillamente impresionante; existen 2000 militares para proteger a una población de unos 500 colonos. El casco antiguo de la ciudad contiene una mezquita-sinagoga en cuyo interior se encuentran, dicen, las tumbas de Abraham, Isaac, Jacob y sus esposas. El monumento está separado en una mezquita, a un lado, y una sinagoga con su muro de oraciones, del otro; no es posible pasar de una a otra desde 1994, cuando Baruch Goldstein, un colono judío originario de Brooklyn, pasó a la mezquita y abrió fuego sobre los musulmanes que rezaban allí. Asesinó a 29 personas (incluyendo niños), e mezquita de Abrahamhirió a unas 200; visto así, unas pedradas por la calle parecen un juego de guardería. Quid pro quo: en 1929 hubo un pogromo de judíos en Hebrón auspiciado por minorías palestinas.

La mezquita-sinagoga parece estar en estado de sitio; hay un espectacular despliegue militar en la zona, carros blindados incluidos, que está completamente vallada con alambradas de más de tres metros de altura. También hay que pasar dos controles de seguridad antes de acceder a la mezquita. Ésta no tiene ningún atractivo particular, salvo que se tiene la posibilidad de observar la tumba de Abraham; ésta es una gruta de 12 metros de profundidad alumbrada muy tenuemente por cuatro velas suspendidas a mitad de altura. No es posible acceder a la gruta; en su bajo el asentamientolugar, existe un túmulo que representa la tumba verdadera. También es notable una marca en una roca que, supuestamente, corresponde a la huella del pie de Mahoma, según unos, y del mismísimo Adán, según otros; desde luego, el ser humano es capaz de creer cualquier cosa si se le sugestiona lo suficiente. El guía dice que lo más probable es que sea un recipiente para el agua bendita de la iglesia bizantina que existía allí; yo estoy de acuerdo con él. De hecho, después de haberlo visto diría que no es ni eso.

Tras la visita a la mezquita, antes de rodear el edificio y pasar a la sinagoga, dimos una vuelta por las calles del casco antiguo. Para entrar hay que pasar el preceptivo control de seguridad del ejército israelí. No hay nada esencialmente nuevo en la zona; lo más impresionante es que, sobre él (literalmente encima) hay un asentamiento con su alambrada y sus vigilantes armados. No impresiona el entorno, sino la sensación de indefensión que produce observar a tres metros por encima de la sinagogacabeza un montón de gente armada cuando uno se encuentra en una ratonera…

El guía no podía entrar en la sinagoga por un motivo que no comprendí, porque él es cristiano. En su lugar, encontramos a un parroquiano que hablaba un inglés excelente y que, al preguntarle dónde estaba la sinagoga, nos contestó airadamente que aquello no era una sinagoga, sino un monumento en cuyo interior los judíos podían rezar (¡!). Alguien del grupo preguntó algo sobre los palestinos; al tipo le sentó bastante mal la pregunta, y contestó literalmente, en el mismo tono airado de antes, que los palestinos habían acudido allí como invitados en el siglo XVII. Una salida a la altura del comentario del imán árabe que dijo que no había ninguna prueba de la almuerzo palestinopresencia judía en Jerusalén antes de la llegada del Islam… La sinagoga, como la mezquita, es perfectamente prescindible. Lo mejor de visitarla fue el estupendo café (el primero en ni se sabe el tiempo) que tomamos en un bar al salir cuyo dueño, por cierto, era un judío uruguayo. Era muy simpático, y se atrevió incluso a preguntar qué opinábamos de la situación. Yo le pregunté si no echaba de menos Uruguay, y él contestó: “Sí, pero la patria es la patria, aunque haya quien opine que ésta no es nuestra patria”. Ninguno de nosotros le entró al trapo…

A mí me habría gustado dar un paseo por la zona, pero el guía nos dijo que no era seguro; tampoco hacía falta que lo hubiera dicho. Enfrente de la mezquita-sinagoga había una tienda de regalos regentada por unos palestinos que nos ofrecieron té y café gratis a cambio de algunas compras; resultó ser la casa particular palestina en la que íbamos a comer. El menú consistió en maklubi: un arroz hervido con pollo y coliflor acompañado por ensalada árabe y yogur, y fue abundantísimo. Lo tomamos en comuna en casa de la familia de la tienda. En los dos salones sólo podían entrar los hombres y los turistas, hombres y mujeres. Las mujeres y niños de la familia estaban almorzando camino a Belén en la cocina, donde no podíamos entrar los varones no musulmanes. El guía nos confesó que parábamos allí no sólo por seguridad o por el precio de la comida, sino también porque tenía interés en ayudar a esa familia en particular. Desde luego, con nuestra visita ganó un buen dinerito.

 

Tras el almuerzo pusimos rumbo a Bethlehem, a mitad de camino entre Jerusalén y Hebrón. El camino que lleva a campo de refugiadosBelén no baja hasta ningún valle cubierto de nieve ni nada por el estilo. Tampoco hay pastorcillos ni ovejitas ni riachuelos; lo más parecido a un paisaje bucólico son los matojos que cuelgan de algunas terrazas. De hecho, yo creo que se parece a lo que debió de ser Berlín en el año 1949. Nos tropezamos con varios asentamientos, pero el objeto de la visita era el campo de refugiados que aún existe en la ciudad. Tras la guerra de los Seis Días Jordania renunció a sus aspiraciones sobre Cisjordania. Los palestinos que vivían bajo soberanía jordana quedaron expuestos a su propia suerte, que fue el confinamiento en un campo de refugiados en el sector sur de Bethlehem. El campo fue rodeado por una valla metálica con una única puerta de acceso, controlada férreamente por militares israelíes, y fue sometido a un estricto estado de sitio. Con el tiempo, los refugiados cambiaron las tiendas de campaña primitivas por las construcciones de ladrillo que se ven hoy en día. Tras la firma de los acuerdos de Oslo en 1993 (y la consiguiente cesión de Cisjordania a los palestinos, cesión de palabra al menos), los refugiados derribaron espontáneamente la valla, sin premeditación. Hoy día, el campo de refugiados, que se puede visitar, se encuentra bajo control de la ONU.

Antes de visitar la iglesia de la Natividad, el tour nos llevó a visitar el muro de Israel. Desde hace ya muro de Israelvarios años, las autoridades israelitas están construyendo una separación física entre su territorio y la hipotética frontera de un futurible estado palestino asentado en la actual Cisjordania. El muro interseca las principales carreteras, corta sin piedad terrenos de cultivo y separa severamente a los palestinos de sus negocios y demás fuentes de riqueza. En algunos sitios (por ejemplo, a la entrada de Jerusalén desde Tel Aviv), el muro tiene la inocente apariencia de un parterre con flores cuando se mira desde la carretera; la parte no visible oculta un desnivel de muchos metros de altura que desempeña muy efectivamente su papel. El trozo que vimos nosotros en Bethlehem consistía en un mastodóntico bloque de hormigón macizo, sin más apaños ni pretensiones estéticas. Los adornos los proporcionan las espontáneas pintadas, anónimas o célebres (entre ellas las del mismísimo Bansky), que jalonan semejante monstruosidad. El muro de Berlín debía de ser algo parecido. Tenía 160 km de largo y 4 metros de altura máxima; el muro de Israel tiene 12 o 15 metros de altura y más de 400 km de longitud en su estado actual. No todo él es de hormigón; hay algunas porciones de alambradas. Por cierto; la misma presencia militar de la que ya he hablado se ve en Bethlehem, esta vez del ejército palestino. Algunas pintadas del lado palestino (el único que visitamos):

“This too shall pass” – También esto pasará

“May the love of God fill your heart” – Ojalá el amor de Dios llene vuestros corazones

“Know your army and know yourself and you will never be defeated in thousand battles” – Conoce a tu ejército y a ti mismo y nunca serás vencido, ni en mil batallas.

iglesia de la natividadFinalmente, después de todo el bombardeo propalestino del guía, pusimos rumbo al centro de Bethlehem. La ciudad está desparramada entre colinas (como de costumbre), y el casco antiguo, donde se encuentra la iglesia de la Natividad, ocupa la cima de una de ellas. Ese día era festivo para la comunidad cristiana armenia (era su Navidad) y, además, se esperaba la visita de una autoridad (no sé si religiosa o política) de esa región. Según nos contó el guía, había muchísima más gente que de costumbre y, además, las fuerzas de seguridad se habían concentrado en la plaza haciéndola un poco inhóspita. El tipo nos convenció de no visitar la gruta del supuesto pesebre porque la cola supondría al menos varias horas; yo sospecho que simplemente se quería ir a casa temprano portal de Beléndespués de haber hecho su trabajo.

A la iglesia se accede por una puerta medio escondida en un lateral de la nave principal; la puerta es tan estrecha y baja que algunas personas tienen que maniobrar para franquearla. El interior es decepcionante, desde el punto de vista puramente estético, claro. Consiste esencialmente en una columnata bastante pobre, en uno de cuyos extremos se dispone un retablo ortodoxo con las acostumbradas iluminaciones. En ese momento se estaba celebrando una liturgia en la iglesia. A la gruta se baja por unas escaleras situadas a la derecha; la cola, efectivamente, era inacabable, así que renuncié a visitarla. Sí que pudimos entrar, en cambio, en la gruta en la que san Jerónimo, después de 36 años de trabajo, tradujo la Biblia al latín. Un trabajo heroico ciertamente, no tanto por el volumen (al parecer tenía algunos ayudantes, los becarios de aquella época), sino por la gruta tan infame que ocupó durante todo ese tiempo. Su tumba está allí mismo también; el pobre tuvo una vida bastante aburrida y, por lo visto, no mejoró al morir. También visitamos el sector católico de la iglesia, que es reciente y no tiene demasiado interés.

Aquí terminó todo; ni siquiera nos dejaron un ratito para recorrer el centro de Bethlehem (creo que merece la pena), comprar algún regalito o tomar un café. De vuelta a Jerusalén tuvimos que pasar un control de seguridad israelí. No fue nada: dos militares jóvenes subieron al autobús y lo recorrieron mirándonos las caras, sin decir ni una palabra ni pedirnos los pasaportes. Al llegar a Jerusalén aún era temprano (serían las cinco de la tarde), así que tocaba tomar una cervecita en el Versavee que, a ese paso, iba camino de convertirse en el cuartel general de la peña. Allí nos fuimos, y allí surgió también la idea de visitar el Muro de las Lamentaciones de noche porque, según contaron las niñas, cuando desaparecen los turistas sólo quedan los ultraortodoxos con sus extraños cánticos y la imagen es bastante impactante. Marta y Helena accedieron a acompañarme y, a cambio, yo fui con ellas de compras por el bazar. No era tan impresionante como decían. El Muro, digo.

El resto de la jornada fue juerguetera. Yo volví al hotel a la ducha, y luego fui con Helena y Marta a cenar a un restaurante donde nos encontramos a los demás. Había un ambiente impresionante en la Ciudad Nueva, hasta el punto de que se hacía difícil pensar que estuviéramos en Jerusalén. Después de cenar fuimos a un sitio llamado Toy, mitad discoteca mitad discopub con copas a 10 euros, ahí queda eso. Encima era garrafón…

 

Día 6 (7 de enero): Jerusalén


Era la primera noche que dormía en la habitación con baño individual que había pagado; la parte negativa es que la habitación daba exactamente al hall del Petra Hostel, concretamente a la salida de los altavoces del televisor. Los niños de la recepción debían de estar aburridos porque habían puesto la tele a todo trapo, así que mi intención de dormir a pierna suelta sin mirar el reloj se fue a hacer puñetas. No tenía yo buen cuerpo después del copeteo de la noche anterior, pero me levanté como pude, me di una duchita y me fui al Versavee a desayunar. Pasara lo que pasare, ese día me lo iba a tomar con tranquilidad. Bueno, en principio. Como nos habíamos desperdigado la noche anterior sin concretar nada para ese día, yo pensé que iba a tener que tirar de móvil para quedar con las chavalas, pero resulta que, uno a uno, todos fuimos apareciendo por el Versavee, que a partir de ese momento era ya “el bar de siempre” para nosotros. Aparecieron incluso Marta, Helena y Ruth, y eso que ellas se estaban alojando en otro barrio.

muralla surAquí hubo una pequeña diáspora. A mí no me apetecía patearme el Monte de los Olivos, ni tampoco subir a la muralla, pero esta última barrio armenioopción me habría supuesto mucho menos trauma en mi estado que la primera, así que allá que me fui. Para lo que vi, me podía haber ido a acostar otra vez, o haber hecho cualquiera otra cosa, no hago más comentario al respecto. De hecho, lo que hice justo después de bajar de la almena fue ir al hotel a descansar un rato, y luego a comichear algo. También me quedaba por patear algo de los barrios armenio y judío, que yo había visitado sólo de pasada; sobre todo quería visitar el barrio judío antes de que comenzara el sabbath. El barrio armenio es, con mucha diferencia, el más sobrio y menos concurrido de los cuatro; no me extraña que haya pasado casi inadvertido a lo largo del tiempo. Está lleno de casas con patios, y alberga no sólo la catedral de Santiago, sino también un gran monasterio ortodoxo donde un cartel respetuoso pero imperativo no me dejó entrar. El barrio armenio desemboca directamente al judío, en cuyo centro hay una plaza sorprendentemente amplia y luminosa (para estar en la Ciudad Vieja) donde está la sinagoga Hurva, una de las más importantes de la zona. La placita está llena de terracitas de cafeterías y restaurantes, de guiris y de ultraortodoxos. También confluye en el barrio judío el Cardo -que viene del latín, no del vulgar a la vez que sabroso (sobre todo rellena de salmón) pariente de la acelga. Se trata de una reconstrucción bastante lograda de una calle de la antigua ciudad romana o bizantina situada a modo de frontera entre los barrios judíos y musulmán.

Se acercaba el momento culmen del día; yo tenía mucho interés en oír la famosa llamada de cuerno que marca el comienzo del sabbath en Jerusalén, y también en ver de primera mano en qué consistían exactamente los no menos famosos preparativos para el mismo en la plaza del Muro de las Lamentaciones. Vamos, que no me quería perder ni un detalle, así que me fui para allá, me busqué un kipá de los más grandes que hubiera y me puse a cotillear por allí como si mi apellido judíos de galafuera Fleishmann. En ese momento, la diferencia esencial con el primer día era que la concentración de ultraortodoxos era notablemente más alta, y que habían dispuesto un catequesismontón de tableros cubiertos con tapetes a lo largo y ancho de la explanada. También vi un nuevo tipo de judío vestido con una especie de levita, unas medias de época y un sombrero que era mezcla de un gorro ruso de invierno y de un birrete de doctor. Probablemente es un traje de gala, aunque de esto no estoy seguro. Luego aparecieron grupos de gente joven con banderas de Israel y empezaron a cantar y a bailar en la plaza del Muro, algo parecido a lo que hacíamos en la catequesis. Las canciones eran muy animadas y, algunas de ellas, líricas. Yo no pude acercarme a oler por allí porque antes de la puesta del sol empezó a chispear, y luego francamente a llover, así que todos tuvimos que buscar cobijo. Los que estaban directamente en el muro se resguardaron en el túnel norte; los demás tuvimos que repartirnos entre los servicios, las escaleras al este y el túnel de salida al barrio musulmán; yo estaba precisamente allí rodeado de un grupo de judíos argentinos cuando aparecieron Paloma e Isa con intención de ver también el espectáculo del sabbath en el muro. Cuando dejó de llover se volvió a concentrar la gente ante el Muro, y empezaron las celebraciones.

prohibicionesAquí hubo mucha variedad. Algunos grupos de jóvenes, con sus rabinos a la cabeza, habían hecho piña y cantaban canciones en hebreo, canciones alegres. Otros hacían lo mismo pero acompañaban las canciones bailando en corro. Al final acabaron triunfando, y llegaron a formar un gigantesco corro que ocupaba la mitad de la plaza del Muro, si no más; entre ellos estaban los argentinos del túnel. Había también judíos que rezaban solos, o que simplemente andaban por allí. No era ninguna celebración sujeta a canon, o al menos eso me pareció. En el interior del túnel norte estaban los judíos más mayores, los niños y casi todos los que tenían el nuevo traje que he comentado antes. Aquí también cantaban, pero el canto, también lírico, era mucho más sobrio. Yo estuve deambulando por todos lados (sin que nadie me dijera lo más mínimo), pero frecuentaba el túnel porque en la calle hacía un frío atroz. No me había esperado que la celebración del sabbath fuera así, tan alegre e informal, ni que congregara a tantísima gente. Fue una grata sorpresa. Por cierto, no oí ningún cuerno de llamada. Tampoco pude hacer ninguna foto porque estaba estrictamente prohibido usar tecnología.

En total habrían pasado unas dos horas desde la puesta del sol. Había quedado con Paloma e Isa en vernos otra vez en el túnel, pero se les debió de haber olvidado porque estuve allí más solo que la una hasta que apareció Sergio, que había venido con Ruth. Los tres nos fuimos al Versavee y luego a cenar una especie de taberna con ambientación francesa (un codillo espectacular, por cierto), donde fuimos clavados con un chupito de vodka (a 7 eurazos el chupito, vamos, me lo quitan de las manos). Esa noche dormí en casa del amigo de Marta, Helena y Ruth.

 

 

Día 7 (8 de enero): Jerusalén

 

La casa estaba en Jerusalén Este, y cogimos un autobús para volver a la Ciudad Vieja a encontrarnos con las demás chavalas. Era tarde, otra vez, cuando comenzamos a desayunar, pero a mí únicamente me quedaba ver el Monte de los Olivos para quedarme satisfecho de mi primera (y última) visita a Israel.

tumba de la virgen mariamonte de los olivos

Decidimos ir andando, en parte porque había un bonito paseo hasta el monte y en parte porque no había nada más que hacer. El paseo por el interior de la Ciudad Vieja, desde la puerta de Jaffa hasta la de los Leones, me llevó por una parte del barrio musulmán que yo desconocía y que me gustó muchísimo. Se trataba de la parte final de la Via Dolorosa. Esta parte está mucho menos concurrida que el resto y, además, hay más variedad de tiendas: antigüedades, tejidos de calidad, objetos eclesiásticos… También hay un buen montón de edificios que rememoraban momentos de la vida de Jesús. Por ejemplo, hay una pequeña capilla en el sitio donde se supone que nació la madre de Jesús cerca de la Puerta de los Leones. También se puede visitar el propio sitio del nacimiento, que está en una gruta dos pisos por debajo del suelo. Enfrente se encuentra la primera parada del Via Crucis de la Via Dolorosa; paradójicamente la estación está dentro de un recinto musulmán y, por tanto, que se pueda realizar el Via Crucis completo depende de la voluntad de los musulmanes. La puerta de los Leones se abre directamente frente al Monte de los Olivos, cuya parte más baja es la conocida como Getsemaní. En una pequeña capilla, que casi pasa desapercibida a menos que se preste mucha atención, se encuentra la tumba de la virgen María. Es una capilla hermosa, bajo tierra, oscura cúpulas doradasy espiritual como sólo lo son las capillas ortodoxas; había gente llorando cuando entré. velasNosotros pusimos una vela y, de paso hicimos una foto que ha quedado para sacarla en papel y enmarcarla (¿qué no de qué?). Junto a ella hay una gruta donde se supone que se reunía Jesús con sus discípulos y, algo más allá, se encuentra el jardín de Getsemaní propiamente dicho, olivos milenarios incluidos. Ambos estaban cerrados, así que no nos quedó más remedio que seguir subiendo para encontrar la iglesia (ortodoxa rusa) de María Magdalena. Esta iglesia resplandece en medio del Monte de los Olivos porque se encuentra aislada, sin otras edificaciones importantes cerca, y porque tiene unas magníficas cúpulas de oro brillantísimo. La capilla en sí es pequeña, está pintada al temple y tiene pocos adornos; en cambio, el jardín bien merece una visita, aunque sea corta. Desde allí hay unas preciosas vistas de la Cúpula de la Roca. Un poco más allá está la casa de la borrachera de san Pedro… No, esto es de coña, pero vamos, ya digo que no me habría extrañado nada…

No quedaba más que seguir subiendo, dejando a un lado el cementerio judío, hasta el mirador en la cima del monte. El día empeoraba por momentos, pero aun así hice unas fotos bastante logradas de la famosa panorámica con la Cúpula de la Roca en primer plano. Ruth se iba ya, pero antes queríamos tomar un café o un refresquito, así que tuvimos que adentrarnos un poquito en Jerusalén Este. Sólo el nombre da miedo, pero la parte que nosotros visitamos tenía algunos chiringuitos donde nos atendieron bastante bien, máxime teniendo en cuenta que yo iba con una mujer. El tiempo de una Coca Cola fue lo que tardé en quedarme solo tras despedirme del encanto de Ruth; para acompañar la pena que sentía, empezó a llover, y tuve que sentarme en el hotel de la cima del Monte más triste que el niño de “El sexto sentido”. Menos mal que la lluvia terminó pronto y, con cuidado para no romperme los piños de un resbalón, pude bajar a visitar lo que me quedaba; ahí estaba ya tan cupula de la rocacansadísimo que sólo hice un getsemanípar de fotos del Getsemaní (huerto y gruta homónimos) y me dispuse a volver a Jerusalén en busca de un café de ésos tan buenos que ellos hacen. Antes, eso sí, cumplí mi promesa de llenar una bolsita de Tierra Santa del Monte de los Olivos para Virginia, faltaría más…

El resto de la tarde lo dediqué a comprar un pañuelo palestino (habría estado bonito irme de allí sin un pañuelo, con lo de turbante que soy yo), a tomarme un par de cervecitas en el Versavee (snif, snif…) y a escribir esto que estáis leyendo. Dentro de unas horas me vuelvo a Tel Aviv y, si no tengo muchos problemas en el aeropuerto (y me da a mí que los voy a tener con un pañuelo palestino en la mochila), vuelvo a España. Habrá que ir pensando en el próximo viaje. Yo ya tengo ganas de comerme una buena lubina al horno…

 


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